Por: Diego Pereira Ríos *
12 de septiembre de 2024
En tiempos tan revueltos, tanto en la Iglesia como en la vida política de nuestras sociedades, la sinodalidad ilusiona a muchos cristianos católicos a forjar desde las bases, una Iglesia más participativa, más equitativa, en donde todos y todas podamos sentirnos con la misma dignidad y sin tantas diferencias.
En el ámbito político-social, los diferentes movimientos sociales desvelan las injusticias a los que son sometidos grupos y sectores de nuestra sociedad, como consecuencia de sistemas de gobiernos que, aun llamándose democráticos, limitan la digna realización de muchos ciudadanos, llegando a los extremos de someterlos al hambre y a la muerte. Aquí es donde vemos posibles conexiones entre el proyecto sinodal y la lucha social en la defensa de los derechos del ser humano.
Hablar de sinodalidad y de democracia pareciera llevarnos a comprender una misma necesidad, pero no lo es en su sustancia, al menos hasta ahora. Mientras que la sinodalidad procura una nueva comprensión en la organización de la Iglesia, intentando romper un modelo jerárquico de gobierno, donde se habla de un orden divino, con escalafones establecidos que pretenden ser inmodificables, la democracia sigue proclamando ser el sistema político en el cual el pueblo es quien elige a sus representantes y éstos los representan en las decisiones y acciones a tomar. En la actualidad, vemos, no sólo la ineficacia sino lo contradictorio del ejercicio del gobierno, tanto eclesial como en aquellos Estados que se denominan democráticos, en cuanto a sus fines.
Sin entrar en detalles, queremos destacar una gran diferencia: mientras en el caso de la Iglesia las reglas del juego de gobierno están planteadas de antemano, esto es, todo creyente sabe cómo se ejerce el poder en la Iglesia por lo que debe aceptarlo; en el caso de la democracia, cuando esta no es ejercida según sus principios, se cae en una manipulación de la confianza del pueblo, de engaño y abuso de la confianza de aquellos que procuran un ejercicio del poder que promueva la equidad social, económica, política, etc.
En el primer caso, la jerarquización del poder es explícita y la obediencia es la norma, pero hay una cierta transparencia de intenciones (transparencia no es indicativo de adecuado). En el segundo caso, el ejercicio del gobierno que no respeta el poder soberano del pueblo se torna dictatorial, contrariamente a su propia naturaleza, y el reclamo y la rebeldía serían las notas que revelan el mal funcionamiento del sistema. En este caso hay un falseamiento y un ocultamiento de intenciones.
Es en esto donde aparece la posibilidad de una retroalimentación entre los intentos que se están llevando a cabo para hacer acercar la sinodalidad intra ecclesiae, a los movimientos sociales. Por un lado, los católicos procuramos una Iglesia más abierta, más humana, más participativa, donde podemos “respirar” a Dios en una nueva estructura organizacional, donde cuenten todas las opiniones y se escuchen los reclamos, y donde toda persona pueda ejercer su dignidad de bautizado para alcanzar la madurez espiritual.
Por el otro, los integrantes de los diversos movimientos sociales luchan con sistemas políticos que los excluyen —cuando no los incluyen por conveniencia—, donde reclaman su derecho al trabajo, a la vivienda, a la educación, al respeto de la sociedad, a ser incluidos dentro de las decisiones políticas y, sobre todo, a ser escuchados y respetados en sus derechos. Al rebelarse en su contra, el accionar de los gobiernos es mediante la represión y la violencia.
Los movimientos sociales han tenido un papel fundamental en los cambios sociales de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del siglo XXI. De ellos podemos destacar dos características: su resistencia y su creatividad. La resistencia los hace permanecer en la lucha sostenidos en la claridad y veracidad empírica de sus reclamos y en la fuerza organizada que hace que se mantengan en el tiempo. La creatividad los ayuda adaptarse a los nuevos desafíos, reinventando no sólo sus formas de lucha y manifestación, sino sobre todo en lo referente a las metodologías que implican cambios estructurales en las formas de concientización de su autocomprensión como movimiento. Por ejemplo, la descolonización del pensamiento crítico para lograr una “elaboración colectiva y comunitaria de ideas y pensamientos, por hacerlo de modo integral, combinando afectos y razones, a través de músicas y danzas en las que se ponen en juego los cuerpos”. En este sentido, la creatividad va dando más identidad y fuerza al movimiento.
Esto es algo que podemos aprender aquellos cristianos que soñamos con otra Iglesia, a partir de la sinodalidad. Por un lado, teniendo en cuenta el tiempo que puede llevar el cambio en una institución con una estructura de muchos años, y que ha formado las conciencias de los que pertenecen a ella, convenciéndolos que ese orden es impuesto por Dios. Para ello hay que resistir para poder re-existir de otra manera. Y también necesitamos creatividad. Ya el mismo Instrumentum laboris, para la Asamblea de octubre de este año, puede ser criticado, no sólo por respetar el estilo organizacional de todo sínodo de obispos, sino porque la participación de los laicos es minoritaria y casi siempre consultiva y no deliberativa.
En ambos casos, en una retroalimentación, debemos seguir apuntando a crear y recrear, una nueva mentalidad que logre concientizar acerca de la situación de opresión en la que nos seguimos encontrando, y la necesidad de liberación de ciertas estructuras humanas, sean políticas y/o religiosas. Para ello, unificar esfuerzos e intenciones para aprender juntos, tantos los que anhelamos una Iglesia más sinodal como una sociedad más equitativa.
La sinodalidad, como proceso en construcción, puede fortalecer y ejemplificar a los movimientos sociales mediante la visualización de otra forma de concebir a Dios, al ser humano y al mundo.