Por: Isabel Corpas de Posada
4 de julio de 2024
La propuesta del papa Francisco de “desmasculinizar” la Iglesia y las líneas trazadas por la hoja de ruta para la segunda sesión del Sínodo de la Sinodalidad acerca de profundizar en “la investigación teológica y pastoral sobre el diaconado, más concretamente, sobre el acceso de las mujeres al diaconado”, motivan seguir adelante y compartir mi investigación sobre la teología de los ministerios eclesiales desde la preocupación por la exclusión de las mujeres del sacramento del orden, exclusión que representa una inequidad y cuya causa puede atribuirse a la estructura clerical que asumió la Iglesia en el transcurso del primer milenio como consecuencia de la sacerdotalización de sus dirigentes y consagrada en la reforma gregoriana.
El actual kairós sinodal y los pasos que ha dado el papa Francisco permiten vislumbrar expectativas de cambio para que las mujeres puedan encontrar en la Iglesia el espacio que la historia les ha negado.
Porque han sido especialmente significativos los pasos que ha dado, modificando espacios tradicionalmente ocupados únicamente por los hombres de Iglesia y nombrando mujeres en cargos directivos en los organismos vaticanos: “es algo que me ha preocupado en Roma: cómo integrar mejor la presencia y la sensibilidad de las mujeres en los procesos de toma de decisión en el Vaticano”, escribió en su libro Soñemos juntos. El camino a un futuro mejor (2021), en el que consideró, como reto, “crear espacios donde las mujeres puedan liderar” e “integrar la perspectiva de las mujeres sin clericalizarlas”.
Pero hablar de espacio para las mujeres en la mentalidad de los hombres de Iglesia –y Francisco es hombre de Iglesia– es hablar de un espacio propio para ellas: el “lugar propio” del que hablan los documentos del magisterio eclesial, que es el espacio que les asignó el mundo patriarcal y que ellas siempre han ocupado. Y que es, por eso, un espacio que prolonga el que tradicionalmente han ocupado, el espacio doméstico, distinto y separado del espacio que los hombres ocupan, espacio de poder y, en la Iglesia, de poder sagrado recibido en el sacramento del orden. Un espacio que a las mujeres no les está permitido transgredir.
Además, se asoma el temor a clericalizar a las mujeres permitiéndoles transgredir el lugar propio de los hombres de Iglesia, que es espacio clerical al que se accede por la ordenación.
Por eso, admitiendo la posibilidad de que las mujeres puedan acceder a funciones y servicios eclesiales con estabilidad, reconocimiento y encargo del obispo, que son las características de un ministerio, como escribió en Querida Amazonia, al mismo tiempo estableció su limitación: ministerios que “no requieren” el sacramento del orden (QA 103) porque en la tradición eclesial solamente los varones pueden ser ordenados. Pero no porque este fuera el proyecto de Jesús sino debido a prácticas históricas –repito una vez más– en las que, con la sacerdotalización y consiguiente clericalización de los ministerios, las mujeres fueron excluidas de las funciones de liderazgo y servicio que habían ejercido en las comunidades neotestamentarias.
Significativas son, también, las críticas de Francisco al clericalismo eclesiástico, al fin y al cabo el principal obstáculo para el acceso de las mujeres al sacramento del orden: mentalidad clerical, imaginarios clericales, estructuras y organización jerárquica clericales que es preciso superar no solamente para abrir la puerta a la ordenación de mujeres sino para que la sinodalidad sea más que una palabra novedosa en la Iglesia.
Por eso encuentro particularmente significativa su invitación a “desmasculinizar” la Iglesia.
Con ocasión de la reunión de diciembre del Consejo de Cardenales que asesora al Papa en el gobierno de la Iglesia, Francisco invitó a dos teólogas, Lucía Vantini y la hermana Linda Pocher, para que hablaran a los cardenales del “principio mariano y petrino” de Von Balthasar que últimamente ha servido de argumento para mantener a las mujeres en su “lugar propio”.
Fue cuando las teólogas les hablaron al Papa y a los cardenales de desmasculinización de la Iglesia y de los límites del pensamiento de Von Balthasar, cuyo propósito no era el deber ser de la relación de hombres y mujeres en la Iglesia. Lo explicaron clarito, cuestionando el uso que se le ha dado a este argumento. Sus intervenciones fueron publicadas en un libro, cuyo título, traducido al español, es “¿Desmasculinizar la Iglesia? Comparación crítica sobre los ‘principios’ de Hans Urs von Balthasar”. Y después de haber oído a las teólogas, Francisco escribió en el prólogo del libro:
“Nos dimos cuenta, especialmente durante la preparación y celebración del Sínodo, que no habíamos escuchado suficientemente las voces de las mujeres en la Iglesia y que la Iglesia tenía mucho que aprender de ellas. Es necesario escucharnos recíprocamente para desmasculinizar la Iglesia. […] Se necesita paciencia, respeto recíproco, escucha y apertura para aprender los unos de los otros para avanzar como un único pueblo de Dios, rico en diferencias pero que camina unido” [el resaltado es mío].
¿“Desmasculinizar” la Iglesia? Un cambio profundo y un aporte a la teología de los ministerios eclesiales. “Desmasculinizar” la Iglesia supone, sobre todo, dejar atrás el clericalismo. Lo cual exige un proceso de conversión eclesial, entendida como cambio de mentalidad –metanoia– y de corazón para poder desaprender paradigmas propios del clericalismo y deconstruir imaginarios que sustentan modelos caducos de relación entre hombres y mujeres, al mismo tiempo que proponiendo relaciones de reciprocidad en el respeto, el servicio y la solidaridad que permitan reconstruir una eclesiología de comunión. Eclesiología que en el kairós sinodal que estamos viviendo, es eclesiología de pueblo de Dios completada por Francisco como eclesiología sinodal.
Ahora bien, estos cambios dependen de las voces de las mujeres desde las periferias, desde donde provienen sus voces. Como la de la mujer cananea que con sus gritos mostró a Jesús que la salvación de Dios no era exclusiva del pueblo elegido y que su misión incluía a todos los pueblos, lo que debió representar el cambio de paradigma y de perspectiva que las primeras comunidades de creyentes debieron experimentar. Y la de las mujeres que hicieron cambiar de idea a Jesús respecto a admitirlas en su compañía –lo que no era bien visto– y aceptarlas como discípulas rompiendo el tratado de límites de la sociedad patriarcal en la que él vivió, práctica que se prolongó en la vida de las comunidades neotestamentarias en las que las mujeres fueron reconocidas y ejercieron funciones de liderazgo y servicio.
Como ellas y con ellas, desde las periferias de una Iglesia sinodal, las mujeres podemos contribuir a generar los cambios y transformaciones necesarios de mentalidad, de actitudes, de formas de relación, de imaginarios y paradigmas desde donde superar el clericalismo y la tipología de Iglesia jerárquica, piramidal, kiriarcal y sacerdotal para que la Ecclesia semper reformanda sea “conforme al Evangelio que debe anunciar”: Iglesia de comunión, incluyente y ministerial como la propuso Vaticano II.