Una reflexión sobre el amor, que brota del corazón, de gestos y palabras, del corazón que tanto amó. Un amor que da de beber, que es amor por amor. La cuarta encíclica del Papa Francisco nos lleva a lo más íntimo de Dios, al corazón del Hijo Amado, a aquello que articula al Dios Trinitario, el amor divino y humano, pues creemos en un Dios que tiene como actitud fundamental el darse.
Recuperar la importancia del corazón
Un amor que nos apasiona hasta el punto de no querer separarnos de él, que viene de alguien que toma la iniciativa de amarnos sin condiciones. La encíclica Dilexit nos (Él nos ha amado) tiene como punto de partida la dimensión humana, afirmando que “necesitamos recuperar la importancia del corazón”, cuyo significado va analizando desde diversas perspectivas: centro del ser humano, lo más hondo, lugar de la sinceridad, advirtiendo contra la hojarasca que lo esconde y las mentiras, pues el corazón tiene que ser lugar de preguntas decisivas, todavía más en la actual sociedad líquida.
Francisco afirma que “en último término, yo soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con las demás personas”, aquello que me lleva a “conocer mejor y más plenamente”. Frente a la fragmentación del individualismo, el corazón une, nos abre al otro, nos dona, unifica y armoniza nuestra vida, guarda lo que la inteligencia artificial no capta. Es lugar de afectos, también espirituales, poniéndonos “en actitud de reverencia y de obediencia amorosa al Señor”. Es un espacio desde el que el mundo puede cambiar, ya que “tomar en serio el corazón tiene consecuencias sociales”, que hará que, frente a guerras, desequilibrios socioeconómicos, consumismo y el uso antihumano de la tecnología, el corazón sea lo más importante y necesario.
El núcleo viviente del primer anuncio
El corazón es visto por el Papa como “el núcleo viviente del primer anuncio”, origen de la fe y manantial de las convicciones cristianas. Se expresa en gestos, a ejemplo de Jesús, “siempre en búsqueda, cercano, constantemente abierto al encuentro”, que quiere iluminar la existencia, también la tuya. Un corazón que nos lleva a mirar con atención, para descubrir inquietudes y sufrimientos del otro, que nos habla interiormente, expresando sentimientos profundos, más allá de un mero romanticismo religioso, de una cáscara, de puro sentimiento o diversión espiritual, pues en la cruz es donde encuentra su máxima expresión.
Más allá de las imágenes, el texto nos llama a adorar el Corazón viviente de Cristo. En esa imagen, que no es más que una figura motivadora, aparece el corazón como “centro íntimo unificador y a su vez como expresión de la totalidad de la persona”, una imagen que “nos habla de carne humana”. De hecho, el corazón, “centro íntimo de nuestra persona, creado para el amor, sólo realizará el proyecto de Dios cuando ame”. En el caso de Jesús, ese amor es humano, divino e infinito, es un corazón que, movido por una perspectiva trinitaria, es camino para ir al Padre, a su “papito”, a su “Abba”. No olvidemos que, “ante el Corazón de Cristo es posible volver a la síntesis encarnada del Evangelio” y vivir “la infinita misericordia de un Dios que ama sin límites y que lo ha dado todo en la Cruz”.
Relación personal de amor donde se iluminan los misterios de la vida
Un amor que da de beber a su pueblo, como aparece repetidamente en la Biblia y se va concretando en la historia de la Iglesia a través de la vida de los santos y santas, transformando sus vidas, “en una relación personal de amor donde se iluminan los misterios de la vida”, como nos cuenta el texto a partir de la experiencia de San Francisco de Sales, que “frente a una moral rigorista o a una religiosidad del mero cumplimiento, el Corazón de Cristo se le presentaba como un llamado a la plena confianza en la acción misteriosa de su gracia”. El texto analiza la vida de un buen número de santos y santas, mostrando los diversos aspectos que la devoción al Corazón de Cristo produjo en su camino espiritual. Una relación que ha llevado a contemplar el corazón como fuente que ha llevado a tantos hombres y mujeres a ser testimonio de consuelo.
En ese crecimiento progresivo en el amor que encierra la encíclica, el último capítulo es el punto culminante, pues nos hace ver “la dimensión comunitaria, social y misionera de toda auténtica devoción al Corazón de Cristo”, dado que “al mismo tiempo que el Corazón de Cristo nos lleva al Padre, nos envía a los hermanos. En los frutos de servicio, fraternidad y misión que el Corazón de Cristo produce a través de nosotros se cumple la voluntad del Padre”, hasta el punto de ver eso como el modo en el que se cierra el círculo: “La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante” (Jn 15,8).
“El pedido de Jesús es amor”, nos dice Francisco, y eso tiene que llevar a “prolongar su amor en los hermanos”, la forma de reconocer a los primeros cristianos por los pobres, forasteros y tantos otros descartados por el Imperio Romano, los más pequeños de la sociedad. La historia de la Espiritualidad nos muestra esas dinámicas, ese “ser una fuente de amor para los demás”, esa unión entre “fraternidad y mística”. En ese sentido, hablando sobre la reparación, una dinámica que nace de la devoción al Sagrado Corazón, el texto nos invita a construir sobre las ruinas, a reparar los corazones heridos, a descubrir la belleza de pedir perdón, pues “no se debe pensar que el reconocimiento del propio pecado ante los demás es algo degradante o dañino para nuestra dignidad humana”.
Enamorar al mundo desde la propuesta cristiana
En esa dinámica de la reparación, la encíclica nos advierte que “nuestra cooperación puede permitir que el poder y el amor de Dios se difundan en nuestras vidas y en el mundo, y el rechazo o la indiferencia pueden impedirlo”, llamando a descubrir que “las renuncias y sufrimientos que exijan estos actos de amor al prójimo nos unen a la pasión de Cristo”. Se trata de enamorar al mundo desde la propuesta cristiana, que será atractiva “cuando se la puede vivir y manifestar en su integralidad”, y no quede en “un simple refugio en sentimientos religiosos o en cultos fastuosos”. Es comunión de servicio, donde el amor se vuelve servicio comunitario, “con la propia comunidad y con la Iglesia”, pues “si nos alejamos de la comunidad, también nos iremos alejando de Jesús”. Es Él quien envía a derramar el bien, siendo misionero que no deja “de vivir la alegría de intentar comunicar el amor de Cristo a los demás”.
Una encíclica que Francisco une a Laudato si’ y Fratelli tutti, mostrando que “bebiendo del amor de Jesucristo nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común”. Un amor gratuito, que la Iglesia necesita “para no reemplazar el amor de Cristo con estructuras caducas, obsesiones de otros tiempos, adoración de la propia mentalidad, fanatismos de todo tipo que terminan ocupando el lugar de ese amor gratuito de Dios que libera, vivifica, alegra el corazón y alimenta las comunidades”.
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